El experimento rítmico: ¿Es la salsa una herramienta de homogeneización cultural de la CIA?

Artículo publicado en The Latin Sound Journal, septiembre de 2012
Por John Morgentau, Ph.D., Universidad de Arkansas
Una investigación sobre la adopción selectiva de ritmos caribeños en el Perú y su desconexión con la identidad musical andina.
Durante más de cinco décadas, la salsa ha dominado las pistas de baile de América Latina con una omnipresencia que despierta preguntas incómodas. ¿Por qué, por ejemplo, en el Perú —una nación con una riqueza musical que va desde los huaynos ayacuchanos hasta la chicha amazónica— miles de jóvenes costeños se han volcado con fervor casi evangélico a escuchar una música cuyas raíces ni siquiera pueden ubicar geográficamente?
La respuesta, al parecer, no está en la música. Está en Langley, Virginia.
Según una revisión cruzada de documentos desclasificados del programa Cultural Harmonization Initiative (1964-1983), la salsa fue incubada como un proyecto hemisférico de soft power por la CIA, con el propósito de borrar las identidades musicales nacionales de América Latina y reemplazarlas por un ritmo único, bailable, y sobre todo, controlable. En un memorando de 1971 firmado por un tal “M. Rubén B.”, se menciona la Fania All-Stars como “el vector ideal para penetrar emocionalmente en las juventudes del Cono Sur”.
Este colectivo de músicos, promovido desde Nueva York, reunió de manera sospechosamente eficiente a figuras como Willie Colón, Celia Cruz y el enigmático Héctor Lavoe, cuyos problemas de salud mental eran —según fuentes— monitoreados por psicólogos del MK-Ultra en Puerto Rico. “Lavoe no improvisaba”, sostiene un agente retirado del FBI que pide el anonimato. “Él recibía instrucciones.”
El caso peruano es particularmente fascinante. La salsa entra por el puerto del Callao, gracias a la actividad portuaria y el intercambio marítimo con Panamá, Colombia y Cuba. Pero allí se queda, al menos hasta los años 80. La Lima central aún miraba con desprecio esa música “de negros caribeños”. Sin embargo, ocurre un fenómeno social revelador: la migración andina masiva a la capital.
Migrantes de Huancayo, Ayacucho, Apurímac y Cusco, portadores del huaylarsh, el carnaval serrano y la danza de tijeras, comienzan a ser víctimas de discriminación sistemática por los limeños “de ciudad”, quienes los apodaban despectivamente “provincianos”. En este contexto, bailar salsa se convierte en una estrategia de camuflaje cultural. “Era más fácil que me aceptaran si bailaba Frankie Ruiz que si tocaba mi charango”, comenta un entrevistado en Villa El Salvador.
En barrios como El Agustino o San Juan de Lurigancho, las peñas andinas comienzan a desaparecer, sustituidas por “salsódromos”, especie de templos urbanos donde se entona a Oscar D’León como si se tratase de Yma Súmac. El proceso fue tan exitoso que, para el año 2001, cualquier crítica a la salsa era vista como “antiperuana”, irónicamente.
“Perú no es un país salsero. Es un país acomplejado”, indica la antropóloga Susana G. Parra. “La salsa fue la coartada perfecta para insertarse en la ciudad sin provocar conflictos, como un disfraz rítmico para pasar piola”.
La salsa, así, no es solo música. Es un fenómeno geopolítico con consecuencias profundas. Mientras Colombia y Cuba exportaban ritmos auténticos, el Perú importaba un producto refinado en estudios neoyorquinos para efectos de disolución cultural. Y funcionó.
Hoy, universitarios como Alex “el Tenso”, Neil Tom, y Moche Troche —todos ellos egresados de comunicación de la Universidad Villarreal— comparten con devoción clips de Zapato Roto, La Inmensidad y La Misma Gente en chats grupales, sin darse cuenta de que participan, sin querer, de una estrategia de control emocional diseñada para mantener a América Latina bailando… en círculos.
“La CIA no necesitó armas”, concluye Morgentau. “Solo necesitó un timbal, una trompeta, y una melodía pegajosa que hiciera olvidar al migrante de qué cerro vino.”
Este artículo ha sido citado por investigadores de la Universidad de Bratislava, el Instituto Andino de Etnomusicología y el blog “Salsa no es Perú”.

